Tu Poema de Amor

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Inicio . Amado Nervo TANATOFILA

TANATOFILA

¡Oh muerte, en otros días, que recordar no puedo

sin emoción profunda, te tenía yo miedo!...

En medio de la noche, incapaz de dormir,

clamaba congojado: "Yo tengo que morir...

¡Yo tengo que morir irremisiblemente!"

Y sudores glaciales empapaban mi frente.

 

¿A quién tender la mano ni de quién esperar?

Estaba solo, solo de la vida en el mar...

Tenía un formidable aislador: la pobreza,

y ningún seno de hembra brindaba a mi cabeza

febril una almohada.

Estaba solo, solo; ¿de quién esperar nada?

 

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Mas pasaron los años, y un día, una chiquilla

bondadosa me quiso. ¡Era noble, sencilla;

la fortuna la había tratado con rigor:

nos unimos... y, juntos, nos hallamos mejor!

 

Entonces, si la muerte volvía , con su quedo

andar, yo le tenía ya mucho menos miedo.

Buscaba, despertando, la diestra tan leal

de mi amiga, y con ímpetu resuelto, fraternal,

la estrechaba, pensando: "¡Con ella nada temo!

Con tal de marchar juntos, ¿qué importan tu supremo

horror y tus supremos abismos, oh, callada

Eternidad?... Con ella no temo nada, nada.

 

¿El infierno? —¡El infierno será donde ella falte!

¿Y el cielo? —Pues donde ella se encuentre... Que me exalte

o me deprima tanto como quiera mi estrella:

¿Qué importa, si desciendo y asciendo yo con ella?

¿Que más me dan las hondas negruras del Arcano,

si voy por los abismos cogido de su mano?"

 

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Pero tanta ventura enojó no sé a quién

en las tinieblas, y una hoz me segó mi bien!

Una garra de sombra solapando su dolo,

me la mató... ¡y entonces me volví a quedar solo!

Solo, pero con una soledad más terrible

que antes.

 

Sollozando, buscaba a la Invisible

y pedía piedad a lo desconocido;

abriendo bien los ojos y aguzando el oído,

en un mutismo trágico, pretendía escuchar

siquiera una palabra que me hiciese esperar...

 

Mas no plugo a la Esfinge responder a mi grito,

y ante el inexorable callar del Infinito

(tal vez indiferente, tal vez hosco y fatal)

escondí en lo más hondo del corazón mi mal,

y apático y ayuno de deseo y de amor,

entré resueltamente dentro de mi Dolor

como dentro de una gran torre silenciosa...

 

Mis pobres rimas fieles me decían: "Reposa,

y luego, con nosotras, canta el mal que sufriste;

ven, duerme en nuestro dulce regazo, no estés triste.

¡Aún hay muchas cosas que cantar..., cobra fe!"

 

Y yo les respondía: "¡Para qué! ¡para qué!..."

Mas ellas insistían; en mi redor volaban,

y como eran las únicas que no me abandonaban,

acabé por oírlas...

 

Un libro, gota a gota,

se rezumó, con lágrimas y sangre, de la rota

entraña; un haz de rimas brotó para el Lucero

inaccesible, un libro de tal suerte sincero,

tan íntimo, tan hondo, que si desde su fría

quietud ella lo viese... me lo agradecería.

 

Después de haber escrito, quéde más resignado,

como si en su fiel ánfora hubiese yo vaciado

todo lo crespo y turbio de mi dolor presente,

dejando en la alma sólo la linfa transparente,

el caudal cristalino, diáfano, de mi pena,

profundo cual la noche, cual la noche serena.

 

Y aquel fantasma negro, que miraba temblando

yo antes, blandamente se fue transfigurando...

En la pálida faz del espectro, indecisa

como un albor naciente, brotaba una sonrisa;

brotaba una sonrisa tan cordial, de tal suerte

hospitalaria, que me pareció la Muerte

más madre que las madres; su boca, ayer horrible,

más que todas las bocas de hembra apetecible;

sus brazos, más seguros que todos los regazos...

¡Y acabé por echarme, como un niño, en sus brazos!

 

Hoy, ella es la divina barquera en quien me fío;

con ella, nada temo; con ella, nada ansío.

En su gran barca de ébano, llena de majestad,

me embarcaré tranquilo para la Eternidad.