Tu Poema de Amor

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Inicio . Amado Nervo EN EL CAMINO

EN EL CAMINO

Al admirable poeta de «Las Ingenuas»,

LUIS G. URBINA

I

Yo tuve una prima

como un lirio bella,

como un mirlo alegre,

como un alba fresca,

rubia como una

mañana abrileña.

 

Amaba los versos aquella rapaza

con predilecciones a su edad ajenas.

La música augusta del rtimo cantaba

dentro de su espíritu como ignota orquesta;

todo lo que un astro le dice a otro astro,

todo lo que el cielo le dice a la tierra,

todo lo que el alma pregunta a la Esfinge,

todo lo que al alma la Esfinge contesta.

 

Pobre prima rubia,

pobre prima buena;

hace muchos años que duerme ese sueño

del que ni los pájaros, alegres como ella,

ni el viento que pasa, ni el agua que corre,

ni el sol que derrocha vida, la recuerdan.

 

Yo suelo, en los días

de la primavera,

llevar a su tumba

versos y violetas;

versos y violetas, ¡lo que más amaba!

 

En torno a su losa riego las primeras,

luego las estrofas recito que antaño

su deleite eran:

las más pensativas, las más misteriosas,

las más insinuantes, las que son más tiernas;

las que en sus pestañas, como en blonda de oro,

ponían las joyas de lágrimas, trémulas,

con diafanudades de beril hialino

y oriente de perlas.

 

Se las digo bajo, bajito, inclinándome

hacia donde yace, por que las entienda.

Pobre prima rubia, ¡pero no responde!

Pobre prima rubia, ¡pero no despierta!

 

II

Cierto día, una joven condiscípula,

con mucho sigilo le prestó en la escuela

un libro de versos musicales, hondos.

¡Eran los divinos versos de Espronceda!

 

Se los llevó a casa bajo el chal ocultos,

y los escondimos, con sutil cautela,

del padre y la madre, y hasta de su sombra;

de la anciana tía, devota e ingenua,

que sólo gustaba de jaculatorias

y sólo entendía los versos de Trueba.

 

En aquellas tardes embermejecidas

por conflagraciones de luz, en que bregan

gigánticamente monstruos imprecisos

del Apocalipsis o de las leyendas;

de aquellas tardes que fingen catástrofes;

en aquellas tardes en que el iris vuelca

todos sus colores, en que el sol vacía

toda su escarcela;

en aquellas tardes del trópico, juntos

los dos, en discreto rincón de la huerta,

bajo de la trémula hospitalidad

de nuestras palmeras,

a furto de extraños, vibrantes leíamos

el Canto a Teresa.

 

¡Qué revelaciones nos hizo ese canto!

Todas las angustias, todas las tristezas,

todo lo insondable del amor, y todo

lo desesperante de las infidencias:

todo el doloroso mundo que gravita

sobre el alma esclava que amó quimeras,

del que puso estrellas en la frente amada,

y al tornar a casa ya no encontró estrellas.

 

Todo el ansia loca de adorar en vano

tan sólo a una sombra, tan sólo a una muerta;

todos los despechos y las ironías

del que se revuelca

en zarzal de dudas y de escepticismos;

todos los sarcasmos y las impotencias.

 

III

Y después, aquellas ágiles canciones

de prosodia alada, de gracia ligera,

que apenas si tocan el polvo del mundo

con la orla de oro del brial de seda;

que, como el albatros, se duermen volando

que, como el albatros, volando despiertan:

 

La ideal canción del bravo Pirata

que iba viento en popa, que iba a toda vela,

y a quien por los mares nuestros pensamientos,

como dos gaviotas, seguían de cerca;

 

Y la del Mendigo, cínico y osado,

y la del Cosaco del Desierto, bélica,

bárbara, erizada de ferrados hurras,

que al oído suenan

como los tropeles de potros indómitos

con jinetes rubios, sobre las estepas...

 

Pasaba don Félix, el de Montemar,

con una aureola roja en su cabeza,

satánico, altivo; luego, doña Elvira,

«que murió de amor», en lirios envuelta.

¡Con cuántos prestigios de la fantasía

ante nuestros ojos se alejaba tétrica!

 

Y el Reo de muerte que el fatal instante,

frente a un crucifijo, silencioso espera;

y aquella Jarifa, cuya mano pálida

la frente ardorosa del bardo refresca.

 

Poco de su Diablo Mundo comprendíamos;

pero adivinábamos, como entre una niebla,

símbolos enormes y filosofías

que su Adán desnudo se llevaba a cuestas

 

IV

¡Oh mi gran poeta de los ojos negros!,

¡oh mi gran poeta de la gran melena!,

¡oh mi gran poeta de la frente vasta

cual limpio horizonte!, ¡oh mi gran poeta!

 

Te debo las horas más inolvidables;

y un día leyendo tu Canto a Teresa.,

muy juntos los ojos, muy juntos los labios,

te debí también, cual Paolo a Francesca,

un beso, el más grande que he dado en mi vida;

un beso, más dulce que miel sobre hojuelas;

¡un beso florido que envolvió en perfumes

toda mi existencia!

 

Un beso que, siento, eternizaría

del duro Gianciotti la daga violenta,

para que en la turba de almas infernales,

como en la terrible página dantesca,

fuera resonando por los anchos limbos,

fuera restallando por la noche inmensa,

y uniendo por siempre mi boca golosa

con la boca de ella!

 

V

¡Oh, mi gran poeta de los ojos negros!

¡Quién hubiera dicho que yo te trajera,

como pobre pago de los inefables

éxtasis de entonces, esta humilde ofrenda!...

¡Oh, gallardo príncipe de la poesía!

Pero tú recíbela con la gentileza

de un Midas que en oro todo lo transmuta;

en claros diamantes mi abalorio trueca,

y en los viles cobres de mis estrofillas,

para acaudalarlos, engasta tus gemas.

Así tu memoria por los siglos dure,

¡oh, mi gran poeta de la gran melena!,

¡oh, mi gran poeta de los ojos negros!

¡oh, mi gran poeta!