Tu Poema de Amor

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Inicio . Andrés Bello LOS DUENDES

LOS DUENDES

Imitación de Víctor Hugo.


I

No bulle

la selva;

el campo

no alienta.

Las luces

postreras

despiden

apenas

destellos,

que tiemblan.

La choza

plebeya,

que horcones

sustentan;

la alcoba,

que arrean

cristales

y sedas;

al sueño

se entregan.

Ya es todo

tinieblas.

¡Oh noche

serena!

¡Oh vida

suspensa!

La muerte

remedas.

 

II

¿Qué rüido

sordo nace?

Los cipreses

colosales

cabecean

en el valle;

y en menuda

nieve caen

deshojados

azahares.

¿Es el soplo

de los Andes,

atizando

los volcanes?

¿Es la tierra,

que en sus bases

de granito

da balances?

No es la tierra;

no es el aire;

son los duendes

que ya salen.

 

III

Por allá vienen;

¡qué batahola!

ora se apiñan

en densa tropa,

que hiende rápida

la parda atmósfera;

y ora se esparcen,

como las hojas

ante la ráfaga

devastadora.

Si chillan éstos,

aquéllos roznan.

Si trotan unos,

otros galopan.

De la cascada

sobre las ondas,

cuál se columpia,

cuál cabriola.

Y un duende enano,

de copa en copa,

va dando brincos,

y no las dobla.

 

IV

¿Fantasmas acaso

la vista figura?

Como hinchadas olas

que en roca desnuda

se estrellan sonantes,

y luego reculan

con ronco murmullo,

y otra vez insultan

al risco, lanzando

bramadora espuma;

así van y vienen,

y silban y zumban,

y gritan que aturden;

el cielo se nubla;

el aire se llena

de sombras que asustan;

el viento retiñe;

los montes retumban.

 

V

A casa me recojo;

echemos el cerrojo.

¡Qué triste y amarilla

arde mi lamparilla!

¡Oh Virgen del Carmelo!

aleja, aleja el vuelo

de estos desoladores

ángeles enemigos;

que no talen mis flores,

ni atizonen mis trigos.

Ahuyenta, madre, ahuyenta

la chusma turbulenta;

y te pondré en la falda

olorosa guirnalda

de rosa, nardo y lirio;

y haré que tu sagrario

alumbre un blanco cirio

por todo un octavario.

 

VI

¡Cielos! ¡lo que cruje el techo!

¡y lo que silba la puerta!

Es un turbión deshecho.

De lejos oigo estallar

los árboles de la huerta,

como el pino en el hogar.

Si dura más el tropel,

no amanecerá mañana

un cristal en la ventana,

ni una hoja en el vergel.

 

VII

San Antón, no soy tu devoto,

si no le pones luego coto

a este diabólico alboroto.

¡Motín semeja, o terremoto,

o hinchado torrente que ha roto

los diques, y todo lo inunda!

¡Jesús! ¡Jesús! ¡qué barahúnda!...

¿Qué significa, raza inmunda,

esa aldabada furibunda?

El rayo del cielo os confunda,

y otra vez os pele y os tunda,

y en la caverna más profunda

del inflamado abismo os hunda.

 

VIII

Ni por ésas. Parece que arroja

el infierno otro denso nublado,

o que el diablo al oírme se enoja;

y empujando el ejército alado,

el asalto acrecienta y aviva.

El tejado va a ser una criba;

cada envión que recibe mi choza,

yo no sé cómo no la destroza;

a tamaña batalla no es mucho

que retiemble, y que toda se cimbre,

cual si fuese de lienzo o de mimbre...

¿Es el miedo? o ¿quién anda en la sala?

Vade retro, perverso avechucho...

¡Ay! matóme la luz con el ala...

 

IX

¡Funesta sombra! ¡Tenebroso espanto!...

Amedrentado el corazón palpita...

y la legión de Lucifer en tanto,

reforzando la trápala y la bulla,

a un tiempo brama, gruñe, llora, grita,

bufa, relincha, ronca, ladra, aúlla;

y asorda estrepitosa los oídos,

mezclando carcajadas y alaridos,

voz de ira, voz de horror, y voz de duelo.

¡Qué fiero son de trompas y cornetas!

¡Qué arrastrar de cadenas por el suelo!

¡Qué destemplado chirrío de carretas!...

¡Ya escampa! Hasta la tierra se estremece,

y según es el huracán, parece

que a la casa y a mí nos lleva al vuelo...

¡Perdido soy!... ¡Misericordia, cielo!

 

X

¡Ah! Por fin en la iglesia vecina

a sonar comenzó la campana...

Al furor, a la loca jarana,

turbación sucedió repentina.

El tañido de aquella campana

a la hueste infernal amohína,

sobrecoge, atolondra, amilana.

Como en pecho abrumado de pena

una luz de esperanza divina;

como el sol en la densa neblina,

de los montes rizada melena;

el tañido de aquella campana,

que tan alto y sonoro domina,

y se pierde en la selva lejana,

el tumulto en el aire serena.

 

XI

¡Partieron! La sonante nota

a la hueste infernal derrota.

Uno a otro apresura, excita,

estrecha, empuja, precipita.

Huyó la fementida tropa;

no trota ya, sino galopa;

no galopa ya, sino vuela.

Por donde pasa la bandada,

una sombra más atezada

los montes y los valles vela,

y el luto de la noche enluta.

Como de leña mal enjuta,

que en el hogar chisporrotea,

de mil pupilas culebrea

rojiza luz intermitente,

que va señalando la ruta

de Satanás y de su gente.

 

XII

Cesó, cesó la zozobra.

A escape va la pandilla;

y la tierra se recobra

de la grave pesadilla

de esta visita importuna;

y la perezosa luna

sale al fin, y el campo alegra.

Allá va la sombra negra;

distante suena la grita

de la canalla maldita;

como cuando ciñe un monte

de nubes el horizonte,

y desde su oscuro seno

rezonga lejano trueno;

como cuando primavera

tus nieves ha derretido,

gigantesca cordillera,

y a lo lejos se oye el ruido

de impetuosa corriente

que arrastra una selva entera,

cubre el llano y corta el puente.

 

XIII

Mas a ti, ¿qué fortuna,

huerta mía, te cabe?

¿Respiras ya del grave

afán? ¿Injuria alguna

sufriste?... ¡Cuánta asoma,

entreabierta a la luna,

nueva flor! ¡Cuánto aroma

de rosas y alelíes

el ambiente embalsama!

No hay una mustia rama;

no hay un doblado arbusto.

Parece que te ríes

de tu pasado susto.

 

XIV

Sobre aquellos boldos

que a un pelado risco

guarnecen la falda,

al amortecido

rayo de la luna,

van haciendo giros.

Enjambre parecen

de avispas, que el nido

materno abandona,

despojo de niños

traviesos, y vuela

errante y proscrito.

 

XV

¡Desventurados!

Del patrio albergue

también vosotros

gemís ausentes;

vagar proscriptos

os cupo en suerte...

¡Terrible fallo!...

¡y eterno!... ¡Pesen

mis maldiciones,

blandas y leves,

sobre vosotros,

míseros duendes!

 

XVI

Hacia el cerro

que distingue

lo sombrío

de su tizne

-padrón negro

de hechos tristes-

vagorosas

ondas finge,

parda nube,

con matices

colorados,

como el tinte

que a la luna

da el eclipse;

y en la espira

que describe,

rastros deja

carmesíes...

¿En qué abismos,

infelice

nubecilla,

vas a hundirte?...

Ya los ojos

no la siguen;

ya es un punto;

ya no existe.

 

XVII

¡Qué calma

tranquila!

Tras leve

cortina

de gasa

pajiza,

la luna

dormita.

Al sueño

rendidas,

las flores

se inclinan.

El viento

no silba,

ni el aura

suspira.

Tú sola

vigilas;

tú siempre

caminas,

y al centro

gravitas,

¡oh fuente

querida!

ya turbia;

ya limpia;

ya en calles,

que lilas

y adelfas

tapizan;

ya en zarzas

y espinas.

¡Tal corre

la vida!