Tu Poema de Amor

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Inicio . Carlos Drummond RECONOCIMIENTO DEL AMOR

RECONOCIMIENTO DEL AMOR

Amiga, cómo carecen de norte

los caminos de la amistad.

Apareciste para ser el hombro suave

donde se reclina la inquietud del fuerte

(o que ingenuamente se pensaba fuerte).

Traías en los ojos pensativos

la bruma de la renuncia:

no querías la vida plena,

tenías el previo desencanto de las uniones para toda la vida,

no pedías nada,

no reclamabas tu cota de luz.

Y te deslizabas en ritmo gratuito de ronda.

Descansé en ti mi fajo de desencuentros

y de encuentros funestos.

Quería tal vez -sin percibirlo, lo juro-

sádicamente masacrarte

bajo el hierro de culpas y vacilaciones y angustias que dolían

desde la hora del nacimiento,

estigma desde el momento de la concepción

en cierto mes perdido en la Historia,

o más lejos, desde aquel momento intemporal

en que los seres son apenas hipótesis no formuladas

en el caos universal.

¡Cómo nos engañamos huyéndole al amor!

Cómo lo desconocimos, tal vez con recelo de enfrentar

su espada reluciente, su formidable

poder de penetrar la sangre y en ella

imprimir una orquídea de fuego y lágrimas.

Pero, él llegó mansamente y me envolvió

en dulzura y celestes hechizos.

No quemaba, no brillaba, sonreía.

No entendí, tonto que fui, esa sonrisa.

Me herí con mis propias manos, no por el amor

que traías para mí y que tus dedos confirmaban

al juntarse a los míos, en la infantil búsqueda del Otro,

el Otro que yo me suponía, el Otro que te imaginaba,

cuando -por agudeza del amor- sentí que éramos uno sólo.

Amiga, amada, amada amiga, así el amor

disuelve el mezquino deseo de existir de cara al mundo

con la mirada perdida y la ancha ciencia de las cosas.

Ya no enfrentamos al mundo: en él nos diluimos,

y la pura esencia en que nos transmutamos perdona

alegorías, circunstancias, referencias temporales,

imaginaciones oníricas,

el vuelo del Pájaro Azul, la aurora boreal,

las llaves de oro de los sonetos y de los castillos medievales,

todos los engaños de la razón y de la experiencia,

para existir en sí y para sí,

con la rebeldía de cuerpos amantes,

pues ya ni somos nosotros,

somos el número perfecto: Uno.

Tomó su tiempo, yo se, para que el «Yo» renunciase

a la vacuidad de persistir, fijo y solar,

y se confesara jubilosamente vencido,

hasta respirar el más grande júbilo de la integración.

Ahora, amada mía para siempre,

ni mirada tenemos para ver, ni oídos para captar la melodía,

el paisaje, la transparencia de la vida,

perdidos como estamos en la concha ultramarina de mar.