Les guerriers et les coursiers eux mêmes
sont là pour attester les victoires de mon bras.
Je dois ma renomée à mon glaive.
(Antar)
Los guerreros y aun los bridones de la batalla
existen para atestiguar las victorias de mi brazo.
Debo mi renombre a mi espada.
Brian
Pasó aquél, llegó otro día
triste, ardiente, y todavía
desamparados como antes,
a los míseros amantes
encontró en el pajonal.
Brian, sobre pajizo lecho
inmoble está, y en su pecho
arde fuego inextinguible;
brota en su rostro, visible
abatimiento mortal.
Abrumados y rendidos
sus ojos, como adormidos,
la luz esquivan, o absortos,
en los pálidos abortos
de la conciencia ¡legión
que atribula al moribundo¿
verán formas de otro mundo,
imágenes fugitivas,
o las claridades vivas
de fantástica región.
Triste a su lado María
revuelve en la fantasía
mil contrarios pensamientos,
y horribles presentimientos
la vienen allí a asaltar;
espectros que engendra el alma,
cuando el ciego desvarío
de las pasiones se calma,
y perdida en el vacío
se recoge a meditar.
Allí, frágil navecilla
en mar sin fondo ni orilla,
do nunca ríe bonanza,
se encuentra sin esperanza
de poder al fin surgir.
Allí ve su afán perdido
por salvar a su querido;
y cuán lejano y nubloso
el horizonte radioso
está de su porvenir,
cuán largo, incierto camino
la desdicha le previno,
cuán triste peregrinaje;
allí ve de aquel paraje
la yerta inmovilidad.
Allí ya del desaliento
sufre el pausado tormento,
y abrumada de tristeza,
al cabo a sentir empieza
su abandono y soledad.
Echa la vista delante,
y al aspecto de su amante
desfallece su heroísmo;
la vuelve, y hórrido abismo
mira atónita detrás.
Allí apura la agonía
del que vio cuando dormía
paraíso de dicha eterno,
y al despertar, un infierno
que no imaginó jamás.
En el empíreo nublado
flamea el sol colorado,
y en la llanura domina
la vaporosa calina,
el bochorno abrasador.
Brian sigue inmoble; y María,
en formar se entretenía
de junco un denso tejido,
que guardase a su querido
de la intemperie y calor.
Cuando oyó, como el aliento
que al levantarse o moverse
hace animal corpulento,
crujir la paja y romperse
de un cercano matorral.
Miró, ¡oh terror!, y acercarse
vio con movimiento tardo,
y hacia ella encaminarse,
lamiéndose, un tigre pardo
tinto en sangre; atroz señal.
Cobrando ánimo al instante
se alzó María arrogante,
en mano el puñal desnudo,
vivo el mirar, y un escudo
formó de su cuerpo a Brian.
Llegó la fiera inclemente;
clavó en ella vista ardiente,
y a compasión ya movida,
o fascinada y herida
por sus ojos y ademán,
recta prosiguió el camino,
y al arroyo cristalino
se echó a nadar. ¡Oh amor tierno!
de lo más frágil y eterno
se compaginó tu ser.
Siendo sólo afecto humano,
chispa fugaz, tu grandeza,
por impenetrable arcano,
es celestial. ¡Oh belleza!
no se anida tu poder,
en tus lágrimas ni enojos;
sí, en los sinceros arrojos
de tu corazón amante.
María en aquel instante
se sobrepuso al terror,
pero cayó sin sentido
a conmoción tan violenta.
Bella como ángel dormido
la infeliz estaba, exenta
de tanto afán y dolor.
Entonces, ¡ah!, parecía
que marchitado no había
la aridez de la congoja,
que a lo más bello despoja,
su frescura juvenil.
¡Venturosa si más largo
hubiera sido su sueño!
Brian despierta del letargo:
brilla matiz más risueño
en su rostro varonil.
Se sienta; extático mira,
como el que en vela delira;
lleva la mano a su frente
sudorífera y ardiente,
¿qué cosas su alma verá?
La luz, noche le parece,
tierra y cielo se obscurece,
y rueda en un torbellino
de nubes. -Este camino
lleno de espinas está:
Y la llanura, María,
¿no ves cuán triste y sombría?
¿Dónde vamos? A la muerte.
Triunfó la enemiga suerte
-dice delirando Brian-.
¡Cuán caro mi amor te cuesta!
Y mi confianza funesta,
¡cuánta fatiga y ultrajes!
Pero pronto los salvajes
su deslealtad pagarán.
Cobra María el sentido
al oír de su querido
la voz, y en gozo nadando
se incorpora, en él clavando
su cariñosa mirada.
-Pensé dormías -la dice-,
y despertarte no quise;
fuera mejor que durmieras
y del bárbaro no oyeras
la estrepitosa llegada.
-¿Sabes? Sus manos lavaron,
con infernal regocijo,
en la sangre de mi hijo;
mis valientes degollaron.
Como el huracán pasó,
desolación vomitando,
su vigilante perfidia.
Obra es del inicuo bando,
¡qué dirá la torpe envidia!
Ya mi gloria se eclipsó.
De paz con ellos estaba,
y en la villa descansaba.
Oye; no te fíes, vela;
lanza, caballo y espuela
siempre lista has de tener.
Mira dónde me han traído.
Atado estoy y ceñido;
no me es dado levantarme,
ni valerte, ni vengarme,
ni batallar, ni vencer.
Venga, venga mi caballo,
mi caballo por la vida;
venga mi lanza fornida,
que yo basto a ese tropel.
Rodeado de picas me hallo.
Paso, canalla traidora,
que mi lanza vengadora
castigo os dará crüel.
¿No miráis la polvareda
que del llano se levanta?
¿No sentís lejos la planta
de los brutos retumbar?
La tribu es, huyendo leda,
como carnicero lobo,
con los despojos del robo,
no de intrépido lidiar.
Mirad ardiendo la villa,
y degollados, dormidos,
nuestros hermanos queridos
por la mano del infiel.
¡Oh mengua! ¡Oh rabia! ¡Oh mancilla!
Venga mi lanza ligero,
mi caballo parejero,
daré alcance a ese tropel.
Se alzó Brian enajenado,
y su bigote erizado
se mueve; chispean, rojos
como centellas, sus ojos,
que hace el entusiasmo arder;
el rostro y talante fiero,
do resalta con viveza
el valor y la nobleza,
la majestad del guerrero
acostumbrado a vencer.
Pero al punto desfallece.
Ella, atónita, enmudece,
ni halla voz su sentimiento;
en tan solemne momento
flaquea su corazón.
El sol pálido declina:
en la cercana colina
triscan las gamas y ciervos,
y de caranchos y cuervos
grazna la impura legión,
de cadáveres avara,
cual si muerte presagiara.
Así la caterva estulta,
vil al heroísmo insulta,
que triunfante veneró.
María tiembla. Él, alzando
la vista al cielo y tomando
con sus manos casi heladas
las de su amiga, adoradas,
a su pecho las llevó.
Y con voz débil la dice:
-Oye, de Dios es arcano,
que más tarde o más temprano
todos debemos morir.
Insensato el que maldice
la ley que a todos iguala;
hoy el término señala
a mi robusto vivi que mi amor lo salvase,
quisiste que volase
donde florece el bien.
Abre Señor a su alma
tu seno regalado,
del bienaventurado,
reciba el galardón;
encuentre allí la calma,
encuentre allí la dicha,
que busca en su desdicha,
mi viudo corazón.
Dice. Un punto su sentido
queda como sumergido.
Echa la postrer mirada
sobre la tumba callada
donde toda su alma está;
mirada llena de vida,
pero lánguida, abatida,
como la última vislumbre
de la agonizante lumbre,
falta de alimento ya.
Y alza luego la rodilla;
y tomando por la orilla
del arroyo hacia el ocaso,
con indiferente paso
se encamina al parecer.
Pronto sale de aquel monte
de paja, y mira adelante
ilimitado horizonte,
llanura y cielo brillante,
desierto y campo doquier.
¡Oh noche! ¡Oh fúlgida estrella!
Luna solitaria y bella
sed benignas; el indicio
de vuestro influjo propicio
siquiera una vez mostrad.
Bochornos, cálidos vientos,
inconstantes elementos,
preñados de temporales,
apiadaos; fieras fatales
su desdicha respetad.
Y Tú ¡oh Dios! en cuyas manos
de los míseros humanos
está el oculto destino,
siquiera un rayo divino
haz a su esperanza ver.
Vacilar, de alma sencilla,
que resignada se humilla,
no hagas la fe acrisolada;
susténtala en su jornada,
no la dejes perecer.
Adiós pajonal funesto,
adiós pajonal amigo.
Se va ella sola ¡cuán presto
de su júbilo, testigo,
y su luto fuiste vos!
El sol y la llama impía
marchitaron tu ufanía;
pero hoy tumba de un soldado
eres, y asilo sagrado:
pajonal glorioso, adiós.
Gózate; ya no se anidan
en ti las aves parleras,
ni tu agua y sombra convidan
sólo a los brutos y fieras:
soberbio debes estar.
El valor y la hermosura,
ligados por la ternura,
en ti hallaron refrigerio;
de su infortunio el misterio
tú sólo puedes contar.
Gózate; votos, ni ardores
de felices amadores
tu esquividad no turbaron,
sino voces que confiaron
a tu silencio su mal.
En la noche tenebrosa,
con los ásperos graznidos
de la legión ominosa,
oirás ayes y gemidos:
adiós triste pajonal.
De ti María se aleja,
y en tus soledades deja
toda su alma; agradecido,
el depósito querido
guarda y conserva; quizá
mano generosa y pía
venga a pedírtelo un día;
quizá la viva palabra
un monumento le labra
que el tiempo respetará.
Día y noche ella camina;
y la estrella matutina,
caminando solitaria,
sin articular plegaria,
sin descansar ni dormir,
la ve. En su planta desnuda
brota la sangre y chorrea;
pero toda ella, sin duda,
va absorta en la única idea
que alimenta su vivir.
En ella encuentra sustento.
Su garganta es viva fragua,
un volcán su pensamiento,
pero mar de hielo y agua
refrigerio inútil es
para el incendio que abriga,
insensible a la fatiga,
a cuanto ve indiferente,
como mísera demente
mueve sus heridos pies,
por el Desierto. Adormida
está su orgánica vida;
pero la vida de su alma
fomenta en sí aquella calma
que sigue a la tempestad,
cuando el ánimo cansado
del afán violento y duro,
al parecer resignado,
se abisma en el fondo obscuro
de su propia soledad.
Tremebundo precipicio,
fiebre lenta y devorante,
último efugio, suplicio
del infierno, semejante
a la postrer convulsión
de la víctima en tormento:
trance que si dura un día
anonada el pensamiento,
encanece, o deja fría
la sangre en el corazón.
Dos soles pasan. ¿Adónde
tu poder ¡oh Dios! se esconde?
¿Está, por ventura, exhausto?
¿Más dolor en holocausto
pide a una flaca mujer?
No; de la quieta llanura
ya se remonta a la altura
gritando el yajá. Camina,
oye la voz peregrina
que te viene a socorrer.
¡Oh ave de la Pampa hermosa,
cómo te meces ufana!
Reina, sí, reina orgullosa
eres, pero no tirana
como el águila fatal;
tuyo es también el espacio
el transparente palacio:
si ella en las rocas se anida,
tú en la esquivez escondida
de algún vasto pajonal.
De la víctima el gemido,
el huracán y el tronido
ella busca, y deleite halla
en los campos de batalla;
pero tú la tempestad,
día y noche vigilante,
anuncias al gaucho errante;
tu grito es de buen presagio
al que asechanza o naufragio
teme de la adversidad.
Oye sonar en la esfera
la voz del ave agorera,
oye María infelice;
alerta, alerta, te dice;
aquí está tu salvación.
¿No la ves cómo en el aire
balancea con donaire
su cuerpo albo-ceniciento?
¿No escuchas su ronco acento?
Corre a calmar tu aflicción.
Pero nada ella divisa,
ni el feliz reclamo escucha;
y caminando va a prisa:
el demonio con que lucha
la turba, impele y amaga.
Turbios, confusos y rojos
se presentan a sus ojos
cielo, espacio, sol, verdura,
quieta, insondable llanura
donde sin brújula vaga.
Mas ¡ah! que en vivos corceles
un grupo de hombres armados
se acerca. ¿Serán infieles,
enemigos? No, soldados
son del desdichado Brian.
Llegan, su vista se pasma;
ya no es la mujer hermosa,
sino pálido fantasma;
mas reconocen la esposa
de su fuerte capitán.
Creíanla cautiva o muerta;
grande fue su regocijo.
Ella los mira, y despierta:
-¿No sabéis qué es de mi hijo?-
con toda el alma exclamó.
Tristes mirando a María
todos el labio sellaron,
mas luego una voz impía:
-Los indios lo degollaron-
roncamente articuló.
Y al oír tan crudo acento,
como quiebra el seco tallo
el menor soplo del viento
o como herida del rayo,
cayó la infeliz allí;
viéronla caer, turbados,
los animosos soldados;
una lágrima la dieron,
y funerales la hicieron
dignos de contarse aquí.
Aquella trama formada
de la hebra más delicada,
cuyo espíritu robusto
lo más acerbo e injusto
de la adversidad probó,
un soplo débil deshizo:
Dios para amar, sin duda, hizo
un corazón tan sensible;
palpitar le fue imposible
cuando a quien amar no halló.
Murió María. ¡Oh voz fiera!
¡Cuál entraña te abortara!
Mover al tigre pudiera
su vista sola; y no hallara
en ti alguna compasión,
tanta miseria y conflito,
ni aquel su materno grito;
y como flecha saliste,
y en lo más profundo heriste
su anhelante corazón.
Embates y oscilaciones
de un mar de tribulaciones
ella arrostró; y la agonía
saboreó su fantasía;
y el punzante frenesí
de la esperanza insaciable
que en pos de un deseo vuela,
no alcanza el blanco inefable;
se irrita en vano y desvela,
vuelve a devorarse a sí.
Una a una, todas bellas,
sus ilusiones volaron,
y sus deseos con ellas;
sola y triste la dejaron
sufrir hasta enloquecer.
Quedaba a su desventura
un amor, una esperanza,
un astro en la noche obscura,
un destello de bonanza,
un corazón que querer,
una voz cuya armonía
adormecerla podría;
a su llorar un testigo,
a su miseria un abrigo,
a sus ojos qué mirar.
Quedaba a su amor desnudo
un hijo, un vástago tierno;
encontrarlo aquí no pudo,
y su alma al regazo eterno
lo fue volando a buscar.
Murió; por siempre cerrados
están sus ojos cansados
de errar por llanura y cielo,
de sufrir tanto desvelo,
de afanar sin conseguir.
El atractivo está yerto
de su mirar; ya el desierto,
su último asilo, los rastros
de tan hechiceros astros
no verá otra vez lucir.
Pero de ella aun hay vestigio.
¿No veis el raro prodigio?
Sobre su cándida frente
aparece nuevamente
un prestigio encantador.
Su boca y tersa mejilla
rosada, entre nieve brilla,
y revive en su semblante
la frescura rozagante
que marchitara el dolor.
La muerte bella la quiso,
y estampó en su rostro hermoso
aquel inefable hechizo,
inalterable reposo,
y sonrisa angelical,
que destellan las facciones
de una virgen en su lecho
cuando las tristes pasiones