Tu Poema de Amor

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Inicio . Esteban Echeverría LA CAUTIVA (PARTE OCTAVA)

LA CAUTIVA (PARTE OCTAVA)

Les guerriers et les coursiers eux mêmes

sont là pour attester les victoires de mon bras.

Je dois ma renomée à mon glaive.

(Antar)

 

Los guerreros y aun los bridones de la batalla

existen para atestiguar las victorias de mi brazo.

Debo mi renombre a mi espada.

 

Brian

 

Pasó aquél, llegó otro día

triste, ardiente, y todavía

desamparados como antes,

a los míseros amantes

encontró en el pajonal.

Brian, sobre pajizo lecho

inmoble está, y en su pecho

arde fuego inextinguible;

brota en su rostro, visible

abatimiento mortal.

 

Abrumados y rendidos

sus ojos, como adormidos,

la luz esquivan, o absortos,

en los pálidos abortos

de la conciencia ¡legión

que atribula al moribundo¿

verán formas de otro mundo,

imágenes fugitivas,

o las claridades vivas

de fantástica región.

 

Triste a su lado María

revuelve en la fantasía

mil contrarios pensamientos,

y horribles presentimientos

la vienen allí a asaltar;

espectros que engendra el alma,

cuando el ciego desvarío

de las pasiones se calma,

y perdida en el vacío

se recoge a meditar.

 

Allí, frágil navecilla

en mar sin fondo ni orilla,

do nunca ríe bonanza,

se encuentra sin esperanza

de poder al fin surgir.

Allí ve su afán perdido

por salvar a su querido;

y cuán lejano y nubloso

el horizonte radioso

está de su porvenir,

 

cuán largo, incierto camino

la desdicha le previno,

cuán triste peregrinaje;

allí ve de aquel paraje

la yerta inmovilidad.

Allí ya del desaliento

sufre el pausado tormento,

y abrumada de tristeza,

al cabo a sentir empieza

su abandono y soledad.

 

Echa la vista delante,

y al aspecto de su amante

desfallece su heroísmo;

la vuelve, y hórrido abismo

mira atónita detrás.

Allí apura la agonía

del que vio cuando dormía

paraíso de dicha eterno,

y al despertar, un infierno

que no imaginó jamás.

 

En el empíreo nublado

flamea el sol colorado,

y en la llanura domina

la vaporosa calina,

el bochorno abrasador.

Brian sigue inmoble; y María,

en formar se entretenía

de junco un denso tejido,

que guardase a su querido

de la intemperie y calor.

 

Cuando oyó, como el aliento

que al levantarse o moverse

hace animal corpulento,

crujir la paja y romperse

de un cercano matorral.

Miró, ¡oh terror!, y acercarse

vio con movimiento tardo,

y hacia ella encaminarse,

lamiéndose, un tigre pardo

tinto en sangre; atroz señal.

 

Cobrando ánimo al instante

se alzó María arrogante,

en mano el puñal desnudo,

vivo el mirar, y un escudo

formó de su cuerpo a Brian.

Llegó la fiera inclemente;

clavó en ella vista ardiente,

y a compasión ya movida,

o fascinada y herida

por sus ojos y ademán,

 

recta prosiguió el camino,

y al arroyo cristalino

se echó a nadar. ¡Oh amor tierno!

de lo más frágil y eterno

se compaginó tu ser.

Siendo sólo afecto humano,

chispa fugaz, tu grandeza,

por impenetrable arcano,

es celestial. ¡Oh belleza!

no se anida tu poder,

 

en tus lágrimas ni enojos;

sí, en los sinceros arrojos

de tu corazón amante.

María en aquel instante

se sobrepuso al terror,

pero cayó sin sentido

a conmoción tan violenta.

Bella como ángel dormido

la infeliz estaba, exenta

de tanto afán y dolor.

 

Entonces, ¡ah!, parecía

que marchitado no había

la aridez de la congoja,

que a lo más bello despoja,

su frescura juvenil.

 

¡Venturosa si más largo

hubiera sido su sueño!

Brian despierta del letargo:

brilla matiz más risueño

en su rostro varonil.

 

Se sienta; extático mira,

como el que en vela delira;

lleva la mano a su frente

sudorífera y ardiente,

¿qué cosas su alma verá?

La luz, noche le parece,

tierra y cielo se obscurece,

y rueda en un torbellino

de nubes. -Este camino

lleno de espinas está:

 

Y la llanura, María,

¿no ves cuán triste y sombría?

¿Dónde vamos? A la muerte.

Triunfó la enemiga suerte

-dice delirando Brian-.

¡Cuán caro mi amor te cuesta!

Y mi confianza funesta,

¡cuánta fatiga y ultrajes!

Pero pronto los salvajes

su deslealtad pagarán.

 

Cobra María el sentido

al oír de su querido

la voz, y en gozo nadando

se incorpora, en él clavando

su cariñosa mirada.

-Pensé dormías -la dice-,

y despertarte no quise;

fuera mejor que durmieras

y del bárbaro no oyeras

la estrepitosa llegada.

 

-¿Sabes? Sus manos lavaron,

con infernal regocijo,

en la sangre de mi hijo;

mis valientes degollaron.

Como el huracán pasó,

desolación vomitando,

su vigilante perfidia.

Obra es del inicuo bando,

¡qué dirá la torpe envidia!

Ya mi gloria se eclipsó.

 

De paz con ellos estaba,

y en la villa descansaba.

Oye; no te fíes, vela;

lanza, caballo y espuela

siempre lista has de tener.

Mira dónde me han traído.

Atado estoy y ceñido;

no me es dado levantarme,

ni valerte, ni vengarme,

ni batallar, ni vencer.

 

Venga, venga mi caballo,

mi caballo por la vida;

venga mi lanza fornida,

que yo basto a ese tropel.

Rodeado de picas me hallo.

Paso, canalla traidora,

que mi lanza vengadora

castigo os dará crüel.

 

¿No miráis la polvareda

que del llano se levanta?

¿No sentís lejos la planta

de los brutos retumbar?

La tribu es, huyendo leda,

como carnicero lobo,

con los despojos del robo,

no de intrépido lidiar.

 

Mirad ardiendo la villa,

y degollados, dormidos,

nuestros hermanos queridos

por la mano del infiel.

¡Oh mengua! ¡Oh rabia! ¡Oh mancilla!

Venga mi lanza ligero,

mi caballo parejero,

daré alcance a ese tropel.

 

Se alzó Brian enajenado,

y su bigote erizado

se mueve; chispean, rojos

como centellas, sus ojos,

que hace el entusiasmo arder;

el rostro y talante fiero,

do resalta con viveza

el valor y la nobleza,

la majestad del guerrero

acostumbrado a vencer.

 

Pero al punto desfallece.

Ella, atónita, enmudece,

ni halla voz su sentimiento;

en tan solemne momento

flaquea su corazón.

El sol pálido declina:

en la cercana colina

triscan las gamas y ciervos,

y de caranchos y cuervos

grazna la impura legión,

 

de cadáveres avara,

cual si muerte presagiara.

Así la caterva estulta,

vil al heroísmo insulta,

que triunfante veneró.

María tiembla. Él, alzando

la vista al cielo y tomando

con sus manos casi heladas

las de su amiga, adoradas,

a su pecho las llevó.

 

Y con voz débil la dice:

-Oye, de Dios es arcano,

que más tarde o más temprano

todos debemos morir.

Insensato el que maldice

la ley que a todos iguala;

hoy el término señala

a mi robusto vivi que mi amor lo salvase,

quisiste que volase

donde florece el bien.

 

Abre Señor a su alma

tu seno regalado,

del bienaventurado,

reciba el galardón;

encuentre allí la calma,

encuentre allí la dicha,

que busca en su desdicha,

mi viudo corazón.

 

Dice. Un punto su sentido

queda como sumergido.

Echa la postrer mirada

sobre la tumba callada

donde toda su alma está;

mirada llena de vida,

pero lánguida, abatida,

como la última vislumbre

de la agonizante lumbre,

falta de alimento ya.

 

Y alza luego la rodilla;

y tomando por la orilla

del arroyo hacia el ocaso,

con indiferente paso

se encamina al parecer.

Pronto sale de aquel monte

de paja, y mira adelante

ilimitado horizonte,

llanura y cielo brillante,

desierto y campo doquier.

 

¡Oh noche! ¡Oh fúlgida estrella!

Luna solitaria y bella

sed benignas; el indicio

de vuestro influjo propicio

siquiera una vez mostrad.

Bochornos, cálidos vientos,

inconstantes elementos,

preñados de temporales,

apiadaos; fieras fatales

su desdicha respetad.

 

Y Tú ¡oh Dios! en cuyas manos

de los míseros humanos

está el oculto destino,

siquiera un rayo divino

haz a su esperanza ver.

Vacilar, de alma sencilla,

que resignada se humilla,

no hagas la fe acrisolada;

susténtala en su jornada,

no la dejes perecer.

 

Adiós pajonal funesto,

adiós pajonal amigo.

Se va ella sola ¡cuán presto

de su júbilo, testigo,

y su luto fuiste vos!

El sol y la llama impía

marchitaron tu ufanía;

pero hoy tumba de un soldado

eres, y asilo sagrado:

pajonal glorioso, adiós.

 

Gózate; ya no se anidan

en ti las aves parleras,

ni tu agua y sombra convidan

sólo a los brutos y fieras:

soberbio debes estar.

El valor y la hermosura,

ligados por la ternura,

en ti hallaron refrigerio;

de su infortunio el misterio

tú sólo puedes contar.

 

Gózate; votos, ni ardores

de felices amadores

tu esquividad no turbaron,

sino voces que confiaron

 

a tu silencio su mal.

En la noche tenebrosa,

con los ásperos graznidos

de la legión ominosa,

oirás ayes y gemidos:

adiós triste pajonal.

 

De ti María se aleja,

y en tus soledades deja

toda su alma; agradecido,

el depósito querido

guarda y conserva; quizá

mano generosa y pía

venga a pedírtelo un día;

quizá la viva palabra

un monumento le labra

que el tiempo respetará.

 

Día y noche ella camina;

y la estrella matutina,

caminando solitaria,

sin articular plegaria,

sin descansar ni dormir,

la ve. En su planta desnuda

brota la sangre y chorrea;

pero toda ella, sin duda,

va absorta en la única idea

que alimenta su vivir.

 

En ella encuentra sustento.

Su garganta es viva fragua,

un volcán su pensamiento,

pero mar de hielo y agua

refrigerio inútil es

para el incendio que abriga,

insensible a la fatiga,

a cuanto ve indiferente,

como mísera demente

mueve sus heridos pies,

 

por el Desierto. Adormida

está su orgánica vida;

pero la vida de su alma

fomenta en sí aquella calma

que sigue a la tempestad,

cuando el ánimo cansado

del afán violento y duro,

al parecer resignado,

se abisma en el fondo obscuro

de su propia soledad.

 

Tremebundo precipicio,

fiebre lenta y devorante,

último efugio, suplicio

del infierno, semejante

a la postrer convulsión

de la víctima en tormento:

trance que si dura un día

anonada el pensamiento,

encanece, o deja fría

la sangre en el corazón.

 

Dos soles pasan. ¿Adónde

tu poder ¡oh Dios! se esconde?

¿Está, por ventura, exhausto?

¿Más dolor en holocausto

pide a una flaca mujer?

No; de la quieta llanura

ya se remonta a la altura

gritando el yajá. Camina,

oye la voz peregrina

que te viene a socorrer.

 

¡Oh ave de la Pampa hermosa,

cómo te meces ufana!

Reina, sí, reina orgullosa

eres, pero no tirana

como el águila fatal;

tuyo es también el espacio

el transparente palacio:

si ella en las rocas se anida,

tú en la esquivez escondida

de algún vasto pajonal.

 

De la víctima el gemido,

el huracán y el tronido

ella busca, y deleite halla

en los campos de batalla;

pero tú la tempestad,

día y noche vigilante,

anuncias al gaucho errante;

tu grito es de buen presagio

al que asechanza o naufragio

teme de la adversidad.

 

Oye sonar en la esfera

la voz del ave agorera,

oye María infelice;

alerta, alerta, te dice;

aquí está tu salvación.

¿No la ves cómo en el aire

balancea con donaire

su cuerpo albo-ceniciento?

¿No escuchas su ronco acento?

Corre a calmar tu aflicción.

 

Pero nada ella divisa,

ni el feliz reclamo escucha;

y caminando va a prisa:

el demonio con que lucha

la turba, impele y amaga.

Turbios, confusos y rojos

se presentan a sus ojos

cielo, espacio, sol, verdura,

quieta, insondable llanura

donde sin brújula vaga.

 

Mas ¡ah! que en vivos corceles

un grupo de hombres armados

se acerca. ¿Serán infieles,

enemigos? No, soldados

son del desdichado Brian.

Llegan, su vista se pasma;

ya no es la mujer hermosa,

sino pálido fantasma;

mas reconocen la esposa

de su fuerte capitán.

 

Creíanla cautiva o muerta;

grande fue su regocijo.

Ella los mira, y despierta:

-¿No sabéis qué es de mi hijo?-

con toda el alma exclamó.

Tristes mirando a María

todos el labio sellaron,

mas luego una voz impía:

-Los indios lo degollaron-

roncamente articuló.

 

Y al oír tan crudo acento,

como quiebra el seco tallo

el menor soplo del viento

o como herida del rayo,

cayó la infeliz allí;

viéronla caer, turbados,

los animosos soldados;

una lágrima la dieron,

y funerales la hicieron

dignos de contarse aquí.

 

Aquella trama formada

de la hebra más delicada,

cuyo espíritu robusto

lo más acerbo e injusto

de la adversidad probó,

un soplo débil deshizo:

Dios para amar, sin duda, hizo

un corazón tan sensible;

palpitar le fue imposible

cuando a quien amar no halló.

 

Murió María. ¡Oh voz fiera!

¡Cuál entraña te abortara!

Mover al tigre pudiera

su vista sola; y no hallara

en ti alguna compasión,

tanta miseria y conflito,

ni aquel su materno grito;

y como flecha saliste,

y en lo más profundo heriste

su anhelante corazón.

 

Embates y oscilaciones

de un mar de tribulaciones

ella arrostró; y la agonía

saboreó su fantasía;

y el punzante frenesí

de la esperanza insaciable

que en pos de un deseo vuela,

no alcanza el blanco inefable;

se irrita en vano y desvela,

vuelve a devorarse a sí.

 

Una a una, todas bellas,

sus ilusiones volaron,

y sus deseos con ellas;

sola y triste la dejaron

sufrir hasta enloquecer.

Quedaba a su desventura

un amor, una esperanza,

un astro en la noche obscura,

un destello de bonanza,

un corazón que querer,

una voz cuya armonía

adormecerla podría;

a su llorar un testigo,

a su miseria un abrigo,

a sus ojos qué mirar.

 

Quedaba a su amor desnudo

un hijo, un vástago tierno;

encontrarlo aquí no pudo,

y su alma al regazo eterno

lo fue volando a buscar.

Murió; por siempre cerrados

están sus ojos cansados

de errar por llanura y cielo,

de sufrir tanto desvelo,

de afanar sin conseguir.

 

El atractivo está yerto

de su mirar; ya el desierto,

su último asilo, los rastros

de tan hechiceros astros

no verá otra vez lucir.

 

Pero de ella aun hay vestigio.

¿No veis el raro prodigio?

Sobre su cándida frente

aparece nuevamente

un prestigio encantador.

Su boca y tersa mejilla

rosada, entre nieve brilla,

y revive en su semblante

la frescura rozagante

que marchitara el dolor.

 

La muerte bella la quiso,

y estampó en su rostro hermoso

aquel inefable hechizo,

inalterable reposo,

y sonrisa angelical,

que destellan las facciones

de una virgen en su lecho

cuando las tristes pasiones