Tu Poema de Amor

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Inicio . Esteban Echeverría LA CAUTIVA (PARTE SÉPTIMA)

LA CAUTIVA (PARTE SÉPTIMA)

Voyez... Déjà la flamme en torrent se déploie.

Lamartine

 

Mirad: ya en torrente se extiende la llama.

 

La quemazón

 

El aire estaba inflamado,

turbia la región suprema,

envuelto el campo en vapor;

rojo el sol, y coronado

de parda obscura diadema,

amarillo resplandor

en la atmósfera esparcía;

el bruto, el pájaro huía,

y agua la tierra pedía

sedienta y llena de ardor.

 

Soplando a veces el viento

limpiaba los horizontes,

y de la tierra brotar

de humo rojo y ceniciento

se veían como montes;

y en la llanura ondear,

formando espiras doradas,

como lenguas inflamadas,

o melenas encrespadas

de ardiente, agitado mar.

 

Cruzándose nubes densas,

por la esfera dilataban

como cuando hay tempestad,

sus negras alas inmensas;

y más, y más aumentaban

el pavor y obscuridad.

El cielo entenebrecido,

el aire, el humo encendido,

eran, con el sordo ruido,

signo de calamidad.

 

El pueblo de lejos

contempla asombrado

los turbios reflejos;

del día enlutado

la ceñuda faz.

El humilde llora,

el piadoso implora;

se turba y azora

la malicia audaz.

 

Quién cree ser indicio

fatal, estupendo,

del día del juicio,

del día tremendo

que anunciado está.

Quién piensa que al mundo,

sumido en lo inmundo,

el cielo iracundo

pone a prueba ya.

 

Era la plaga que cría

la devorante sequía

para estrago y confusión:

de la chispa de una hoguera,

que llevó el viento ligera,

nació grande, cundió fiera

la terrible quemazón.

 

Ardiendo, sus ojos

relucen, chispean;

en rubios manojos

sus crines ondean,

flameando también:

la tierra gimiendo,

los brutos rugiendo,

los hombres huyendo,

confusos la ven.

 

Sutil se difunde,

camina, se mueve,

penetra, se infunde;

cuanto toca, en breve

reduce a tizón.

Ella era; y pastales,

densos pajonales,

cardos y animales,

ceniza, humo son.

Raudal vomitando

venía de llama,

que hirviendo, silbando,

se enrosca y derrama

con velocidad.

Sentada María

con su Brian la vía:

-¡Dios mío! -decía-,

de nos ten piedad.-

 

Piedad María imploraba,

y piedad necesitaba

de potencia celestial.

Brian caminar no podía,

y la quemazón cundía

por el vasto pajonal.

 

Allí pábulo encontrando,

como culebra serpeando,

velozmente caminó;

y agitando, desbocada,

su crin de fuego erizada,

gigante cuerpo tomó.

 

Lodo, paja, restos viles

de animales y reptiles

quema el fuego vencedor,

que el viento iracundo atiza;

vuelan el humo y ceniza,

y el inflamado vapor,

 

al lugar donde, pasmados,

los cautivos desdichados,

con despavoridos ojos,

están, su hervidero oyendo,

y las llamaradas viendo

subir en penachos rojos.

 

No hay cómo huir, no hay efugio,

esperanza ni refugio;

¿dónde auxilio encontrarán?

Postrado Brian yace inmoble

como el orgulloso roble

que derribó el huracán.

 

Para ellos no existe el mundo.

Detrás, arroyo profundo

ancho se extiende, y delante,

formidable y horroroso,

alza la cresta furioso

mar de fuego devorante.

 

-Huye presto -Brian decía

con voz débil a María-,

déjame solo morir;

este lugar es un horno:

huye, ¿no miras en torno

vapor cárdeno subir?-

 

Ella calla, o le responde:

-Dios, largo tiempo, no esconde

su divina protección.

¿Crees tú nos haya olvidado?

Salvar tu vida ha jurado

o morir mi corazón.-

 

Pero del cielo era juicio

que en tan horrendo suplicio

no debían perecer;

y que otra vez de la muerte

inexorable, amor fuerte

triunfase, amor de mujer.

 

Súbito ella se incorpora;

de la pasión que atesora

el espíritu inmortal

brota, en su faz la belleza

estampando y fortaleza

de criatura celestial,

 

no sujeta a ley humana;

y como cosa liviana

carga el cuerpo amortecido

de su amante, y con él junto,

sin cejar, se arroja al punto

en el arroyo extendido.

 

Cruje el agua, y suavemente

surca la mansa corriente

con el tesoro de amor;

semejante a Ondina bella,

su cuerpo airoso descuella,

y hace, nadando, rumor.

 

Los cabellos atezados,

sobre sus hombros nevados,

sueltos, reluciendo van;

boga con un brazo lenta,

y con el otro sustenta,

a flor, el cuerpo de Brian.

 

Aran la corriente unidos

como dos cisnes queridos,

que huyen de águila crüel,

cuya garra, siempre lista,

desde la nube se alista

a separar su amor fiel.

 

La suerte injusta se afana

en perseguirlos. Ufana

en la orilla opuesta el pie

pone María triunfante,

y otra vez libre a su amante

de horrenda agonía ve.

 

¡Oh del amor maravilla!

En sus bellos ojos brota

del corazón, gota a gota,

el tesoro sin mancilla,

celeste, inefable unción;

sale en lágrimas deshecho

su heroico amor satisfecho.

Y su formidable cresta

sacude, enrosca y enhiesta

la terrible quemazón.

 

Calmó después el violento

soplar del airado viento:

el fuego a paso más lento

surcó por el pajonal,

sin topar ningún escollo;

y a la orilla de un arroyo

a morir al cabo vino,

dejando, en su ancho camino,

negra y profunda señal.