Tu Poema de Amor

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Inicio . Esteban Echeverría LA CAUTIVA (PARTE SEGUNDA)

LA CAUTIVA (PARTE SEGUNDA)

...orríbile favelle,

parole di dolore, accenti d'ira,

voci alte e fioche, e suon di man con elle

facévano un tumulto...

(Dante)

 

El festín

 

Noche es el vasto horizonte,

noche el aire, cielo y tierra.

Parece haber apiñado

el genio de las tinieblas,

para algún misterio inmundo,

sobre la llanura inmensa,

la lobreguez del abismo

donde inalterable reina.

 

Sólo inquietos divagando,

por entre las sombras negras,

los espíritus foletos

con viva luz reverberan,

se disipan, reaparecen,

vienen, van, brillan, se alejan,

mientras el insecto chilla,

y en fachinales o cuevas

los nocturnos animales

con triste aullido se quejan.

 

La tribu aleve, entretanto,

allá en la pampa desierta,

donde el cristiano atrevido

jamás estampa la huella,

ha reprimido del bruto

la estrepitosa carrera;

y campo tiene fecundo

al pie de una loma extensa,

lugar hermoso, do a veces

sus tolderías asienta.

 

Feliz la maloca ha sido;

rica y de estima la presa

que arrebató a los cristianos:

caballos, potros y yeguas,

bienes que en su vida errante

ella más que el oro precia;

muchedumbre de cautivas,

todas jóvenes y bellas.

 

Sus caballos, en manadas,

pacen la fragante yerba;

y al lazo, algunos prendidos,

a la pica, o la manea,

de sus indolentes amos

el grito de alarma esperan.

Y no lejos de la turba,

que charla ufana y hambrienta,

atado entre cuatro lanzas,

como víctima en reserva,

noble espíritu valiente

mira vacilar su estrella;

al paso que su infortunio,

sin esperanza, lamentan,

rememorando su hogar,

los infantes y las hembras.

 

Arden ya en medio del campo

cuatro extendidas hogueras,

cuyas vivas llamaradas

irradiando, colorean

el tenebroso recinto

donde la chusma hormiguea.

En torno al fuego sentados

unos lo atizan y ceban;

otros la jugosa carne

al rescoldo o llama tuestan.

 

Aquél come, éste destriza,

más allá alguno degüella

con afilado cuchillo

la yegua al lazo sujeta,

y a la boca de la herida,

por donde ronca y resuella,

y a borbollones arroja

la caliente sangre fuera,

en pie, trémula y convulsa,

dos o tres indios se pegan

como sedientos vampiros,

sorben, chupan, saborean

la sangre, haciendo mormullo,

y de sangre se rellenan.

 

Baja el pescuezo, vacila,

y se desploma la yegua

con aplausos de las indias

que a descuartizarla empiezan.

Arden en medio del campo,

con viva luz las hogueras;

sopla el viento de la pampa

y el humo y las chispas vuelan.

A la charla interrumpida,

cuando el hambre está repleta,

sigue el cordial regocijo,

el beberaje y la gresca,

que apetecen los varones,

y las mujeres detestan.

 

El licor espirituoso

en grandes bacías echan;

y, tendidos de barriga

en derredor, la cabeza

meten sedientos, y apuran

el apetecido néctar,

que bien pronto los convierte

en abominables fieras.

Cuando algún indio, medio ebrio,

tenaz metiendo la lengua

sigue en la preciosa fuente,

y beber también no deja

a los que aguijan furiosos,

otro viene, de las piernas

lo agarra, tira y arrastra,

y en lugar suyo se espeta.

 

Así bebe, ríe, canta,

y al regocijo sin rienda

se da la tribu; aquel ebrio

se levanta, bambolea,

a plomo cae, y gruñendo

como animal se revuelca.

Éste chilla, algunos lloran,

y otros a beber empiezan.

 

De la chusma toda al cabo

la embriaguez se enseñorea

y hace andar en remolino

sus delirantes cabezas;

entonces empieza el bullicio,

y la algazara tremenda,

el infernal alarido

y las voces lastimeras,

mientras sin alivio lloran

las cautivas miserables,

y los ternezuelos niños,

al ver llorar a sus madres.

 

Las hogueras, entretanto,

en la obscuridad flamean,

y a los pintados semblantes

y a las largas cabelleras

de aquellos indios beodos,

da su vislumbre siniestra

colorido tan extraño,

traza tan horrible y fea,

que parecen del abismo

précito, inmunda ralea,

entregada al torpe gozo

de la sabática fiesta.

 

Todos en silencio escuchan;

una voz entona recia

las heroicas alabanzas,

y los cantos de la guerra:

-Guerra, guerra, y exterminio

al tiránico dominio

del huinca; engañosa paz:

devore el fuego sus ranchos,

que en su vientre los caranchos

ceben el pico voraz.

 

Oyó gritos el caudillo,

y en su fogoso tordillo

salió Brian;

pocos eran y él delante

venía, al bruto arrogante

dio una lanzada Quillán.

Lo cargó al punto la indiada:

con la fulminante espada

se alzó Brian;

grandes sus ojos brillaron,

y las cabezas rodaron

de Quitur y Callupán.

 

Echando espuma y herido

como toro enfurecido

se encaró,

ceño torvo revolviendo,

y el acero sacudiendo:

nadie acometerlo osó.

 

Valichu estaba en su brazo;

pero al golpe de un bolazo

cayó Brian

como potro en la llanura:

cebo en su cuerpo y hartura

encontrará el gavilán.

 

Las armas cobarde entrega

el que vivir quiere esclavo;

pero el indio guapo, no:

Chañil murió como bravo,

batallando en la refriega,

de una lanzada murió.

 

Salió Brian airado

blandiendo la lanza,

con fiera pujanza

Chañil lo embistió;

del pecho clavado

en el hierro agudo,

con brazo forzudo,

Brian lo levantó.

 

Funeral sangriento

ya tuvo en el llano;

ni un solo cristiano

con vida escapó.

¡Fatal vencimiento!

Lloremos la muerte

del indio más fuerte

que la pampa crió.

 

Quiénes su pérdida lloran,

quiénes sus hazañas mentan.

Óyense voces confusas,

medio articuladas quejas,

baladros, cuyo son ronco

en la llanura resuena.

 

De repente todos callan,

y un sordo mormullo reina,

semejante al de la brisa

cuando rebulle en la selva;

pero, gritando, algún indio

en la boca se palmea,

y el disonante alarido

otra vez el campo atruena.

 

El indeleble recuerdo

de las pasadas ofensas

se aviva en su ánimo entonces,

y atizando su fiereza

al rencor adormecido

y a la venganza subleva.

 

En su mano los cuchillos,

a la luz de las hogueras,

llevando muerte relucen;

se ultrajan, riñen, vocean,

como animales feroces

se despedazan y bregan.

 

Y, asombradas, las cautivas

la carnicería horrenda

miran, y a Dios en silencio

humildes preces elevan.

Sus mujeres entretanto,

cuya vigilancia tierna

en las horas de peligro

siempre cautelosa vela,

acorren luego a calmar

el frenesí que los ciega,

ya con ruegos y palabras

de amor y eficacia llenas,

ya interponiendo su cuerpo

entre las armas sangrientas.

 

Ellos resisten y luchan,

las desoyen y atropellan,

lanzando injuriosos gritos;

y los cuchillos no sueltan

sino cuando, ya rendida

su natural fortaleza

a la embriaguez y al cansancio,

dobla el cuello y cae por tierra.

Al tumulto y la matanza

sigue el llorar de las hembras

por sus maridos y deudos,

las lastimosas endechas

a la abundancia pasada,

a la presente miseria,

a las víctimas queridas

de aquella noche funesta.

 

Pronto un profundo silencio

hace a los lamentos tregua,

interrumpido por ayes

de moribundos, o quejas,

risas, gruñir sofocado

de la embriagada torpeza;

al espantoso ronquido

de los que durmiendo sueñan,

los gemidos infantiles

del ñacurutú se mezclan;

chillidos, aúllos tristes

del lobo que anda a la presa.

 

De cadáveres, de troncos,

miembros, sangre y osamentas,

entremezclados con vivos,

cubierto aquel campo queda,

donde poco antes la tribu

llegó alegre y tan soberbia.

La noche en tanto camina

triste, encapotada y negra;

y la desmayada luz

de las festivas hogueras

sólo alumbra los estragos

de aquella bárbara fiesta.