No viéramos el rostro al padre Eterno
alegre, ni en el suelo al Hijo amado
quitar la tiranía del infierno,
ni el fiero Capitán encadenado;
viviéramos en llanto sempiterno,
durara la ponzoña del bocado,
serenísima Virgen, si no hallara
tal Madre Dios en vos donde encarnara.
Que aunque el amor del hombre ya había hecho
mover al padre Eterno a que enviase
el único engendrado de su pecho,
a que encarnando en vos le reparase,
con vos se remedió nuestro derecho,
hiciste nuestro bien se acrecentase,
estuvo nuestra vida en que quisiste,
Madre digna de Dios, y ansí vencisteis.
No tuvo el Padre más, Virgen, que daros,
pues quiso que de vos Cristo naciese,
ni vos tuvisteis más que desearos,
siendo el deseo tal, que en vos cupiese;
habiendo de ser Madre, contentaros
pudierades con serlo de quien fuese
menos que Dios, aunque para tal Madre,
bien estuvo ser Dios el Hijo y Padre.
Con la humildad que al cielo enriquecisteis
vuestro ser sobre el cielo levantasteis;
aquello que fue Dios sólo no fuiste,
y cuanto no fue Dios, atrás dejasteis;
alma santa del padre concebisteis,
y al Verbo en vuestro vientre le cifrasteis;
que lo que cielo y tierra no abrazaron,
vuestras santas entrañas encerraron.
Y aunque sois Madre, sois Virgen entera,
hija de Adán, de culpa preservada,
y en orden de nacer vos sois primera,
y antes que fuese el cielo sois criada.
Piadosa sois, pues la seriente fiera
por vos vio su cabeza quebrantada;
a Dios de Dios bajáis del cielo al suelo,
del hombre al hombre alzáis del suelo al cielo.
Estáis agora, Virgen generosa,
con la perpetua Trinidad sentada,
do el Padre os llama Hija, el Hijo Esposa,
y el Espíritu Santo dulce Amada.
De allí con larga mano y poderosa
nos repartís la gracia, que os es dada;
allí gozáis, y aquí para mi pluma,
que en la esencia de Dios está la suma.