Tu Poema de Amor

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Inicio . José Zorrilla A BUEN JUEZ MEJOR TESTIGO (PARTE II)

A BUEN JUEZ MEJOR TESTIGO (PARTE II)

Clara, apacible y serena

pasa la siguiente tarde,

y el sol tocando su ocaso

apaga su luz gigante;

se ve la imperial Toledo

dorada por los remates

como una ciudad de grana

coronada de cristales.

El Tajo por entre rocas

sus anchos cimientos lame,

dibujando en las arenas

las ondas con que las bate.

Y la ciudad se retrata

en las ondas desiguales,

como en prendas de que el río

tan afanoso la bañe.

A lo lejos en la Vega

tiende galán por sus márgenes,

de sus álamos y huertos

el pintoresco ropaje;

y porque su altiva gala

más a los ojos halague,

la salpica con escombros

de castillos y de alcázares.

Un recuerdo en cada piedra

que toda una historia vale,

cada colina un secreto

de príncipes o galanes.

Aquí se bañó la hermosa

por quien dejó un rey culpable

amor, fama, reino y vida

en manos de musulmanes.

Allí recibió Galiana

a su receloso amante,

en esa cuesta que entonces

era un plantel de azahares.

Allá por aquella torre

que hicieron puerta los árabes,

subió el Cid sobre Babieca

con su gente y su estandarte.

Más lejos se ve el castillo

de San Servando, o Cervantes,

donde nada se hizo nunca

y nada al presente se hace.

A este lado está la almena

por do sacó vigilante

el conde don Peranzules

al rey, que supo una tarde

fingir tan tenaz modorra,

que, político y constante,

tuvo siempre el brazo quedo

las palmas al horadarle.

Allí está el circo romano,

gran cifra de un pueblo grande,

y aquí la antigua basílica

de bizantinos pilares,

que oyó en el primer concilio

las palabras de los Padres

que velaron por la Iglesia

perseguida o vacilante.

La sombra en este momento

tiende sus turbios cendales

por todas esas memorias

de las pasadas edades;

y del Cambrón y Bisagra

los caminos desiguales,

camino a los toledanos

hacia las murallas abren.

Los labradores se acercan

al fuego de sus hogares,

cargados con sus aperos,

cargados con sus afanes.

Los ricos y sedentarios

se tornan con paso grave,

calado el ancho sombrero,

abrochados los gabanes;

y los clérigos y monjes

y los prelados y abades,

sacudiendo el leve polvo

de capelos y sayales.

Quédase sólo un mancebo

de impetuosos ademanes,

que se pasea ocultando

entre la capa el semblante.

Los que pasan le contemplan

con decisión de evitarle,

y él contempla a los que pasan

como si a alguien aguardase

Los tímidos aceleran

los pasos al divisarle,

cual temiendo de seguro

que les proponga un combate;

y los valientes le miran

cual si sintieran dejarle

sin que libres sus estoques

en riña sonora dancen.

Una mujer, también sola,

se viene el llano adelante,

la luz del rostro escondida

en tocas y tafetanes.

Mas en lo leve del paso

y en lo flexible del talle

puede a través de los velos

una hermosa adivinarse.

Vase derecha al que aguarda,

y él al encuentro le sale

diciendo…cuanto se dicen

en las citas los amantes.

Mas ella, galanterías

dejando severa aparte,

así al mancebo interrumpe

en voz decidida y grave:

"Abreviemos de razones,

Diego Martínez; mi padre,

que un hombre ha entrado en su ausencia

dentro mi aposento sabe,

y así quien mancha mi honra

con la suya me la lave;

o dadme mano de esposo,

o libre de vos dejadme."

Miróla Diego Martínez

atentamente un instante,

y echando a su lado el embozo

repuso palabras tales:

"Dentro de un mes, Inés mía,

parto a la guerra de Flandes;

al año estaré de vuelta

y contigo en los altares.

Honra que yo te desluzca

con honra mía se lave,

que por honra vuelven honra

hidalgos que en honra nacen."

"Júralo", exclama la niña.

"Más que mi palabra vale

no te valdrá un juramento."

"Diego, la palabra es aire."

"¡Vive Dios, que estás tenaz!

Dalo por jurado y baste."

"No me basta; que olvidar

puedes la palabra en Flandes."

"¡Voto a Dios! ¿Qué más pretendes?"

"Que a los pies de aquella imagen

lo jures como cristiano

del Santo Cristo delante."

Vaciló un punto Martínez.

Mas porfiando que jurase,

llevóle Inés hacia el templo

que en medio la Vega yace.

Enclavado en un madero,

en duro y postrero trance,

ceñida la sien de espinas,

descolorido el semblante,

víase allí un crucifijo

teñido de negra sangre

a quien Toledo devota

acude hoy en sus azares.

Ante sus plantas divinas

llegaron ambos amantes,

y haciendo Inés que Martínez

los sagrados pies tocase,

preguntóle

"Diego, ¿juras

a tu vuelta desposarme?

Contestó el mozo:

"¡Sí juro!",

y ambos del templo se salen.