Tu Poema de Amor

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ELEGÍAS

I

 

A la muerte de la señora doña Inés Zapata

Sola esta vez quisiera,

bellísima Amarilis, me escucharas,

no por ser la postrera

que he de cantar afectos suspendidos,

sino porque mi voz de ti confía

que esta vez se merezca a tus oídos

por lastimosa, ya que no por mía.

 

No tanto liras hoy, endechas canto;

no celebro hermosuras,

porque hermosuras lloro;

quien tanto siente que se atreva a tanto,

si hay alas mal seguras

que deban a su vuelo esferas de oro

sin pagar a su vuelo ondas de llanto.

 

¡Ay, Amarili!, a cuánto

se dispuso el afecto enternecido,

mas si el afecto ha sido

dueño de tanto efecto,

enmudezca el dolor, hable el afecto;

si pudo enmudecer o si hablar pudo

retórico dolor y afecto mudo.

 

¿Diré que el cierzo airado,

verde ladrón del prado,

robó el clavel y mal logró la rosa?

Mas no, porque era Nise más hermosa.

¿Diré que obscura nube,

nocturna garza que a los cielos sube,

borró el lucero, deslució la estrella?

No, porque era más bella.

 

¿Diré que niebla parda

la vanidad del sol tanto acobarda

que muere al primer paso

y el oriente tropieza en el ocaso

mintiéndonos el día?

No, porque Nise más que sol ardía.

 

¿Diré que el mar violento

hidrópico bebió, bebió sediento,

la fuentecilla fría

que en su orilla nacía,

siendo cuna y sepulcro, vida y muerte?

Mas no, que en Nise más beldad se advierte.

 

¿Diré que rayo libre,

ya fleche sierpes, ya culebras vibre,

en cenizas desate el edificio

que en los brazos del viento nos da indicio

de que en sus hombros el zafir estriba?

Mas no, que aún era Nise más altiva.

 

¿Pues qué diré que mi dolor avise?

Diré que murió Nise.

Sí, pues murió con ella

deshecha flor, desvanecida estrella,

día abortado, mal lograda fuente,

y torre antes caduca que eminente,

fingiéndose la muerte en un desmayo

el cierzo, niebla, nube, mar y rayo.

 

Nise murió. Dura pensión del hado

que no tenga en el mundo la belleza,

por belleza siquiera, algún sagrado.

Nise murió. ¡Qué asombro! ¡Qué tristeza!

¡Oh ley del hado dura,

decretado rigor, fatal violencia,

que no tenga en el mundo la hermosura,

por hermosura, alguna preeminencia!

 

Nise murió. ¡Qué extraña desventura

que no goce el ingenio por divino

privilegio en las cortes del destino!

Todos a su despecho,

a mayor majestad rindan el pecho;

el pecho, en esta ley determinado,

tercera vez dura pensión del hado.

 

A tres Gracias tres Parcas combatieron,

y las Gracias vencieron,

que su rigor a profanar no atreve

tanta luz, tanta rosa, tanta nieve.

 

Y aunque Nise quedó muerta y rendida,

dejó despierta en su beldad la vida;

y así las Parcas lágrimas lloraron,

las Parcas su sepulcro acompañaron,

esfera breve donde

la luz se eclipsa, el esplendor se esconde.

 

A cuya sepultura

un mármol consagraron que dijera:

«Aquí debajo de esta losa dura

la hermosura naciera,

si naciera sembrada la hermosura».

 

Pero siga el consuelo

al llanto, a la tristeza, a la alegría;

corra la niebla el velo

y a la noche suceda alegre el día.

 

La noche muestre ya la estrella hermosa,

llama el Aura el clavel, bebe la rosa,

pues Nise coronada

de nueva luz, la Nise laureada,

la adama el sol, y en trono de diamante

está pisando estrellas,

imagen ya de aquellas luces bellas,

carácter ya de aquellos otros puros

que bordan paralelos y coluros.

 

Y tú, hermosa Amarili, el sentimiento

trueca en gusto, en envidia el escarmiento,

pues la tierra sabiendo que tenía

dos soles, y uno apenas merecía,

liberal con el cielo

quiso partir y te dejó en el suelo

a ti, porque más bella

fénix ya del amor, venzas aquella

competencia dichosa,

pues ya sola en el mundo eres hermosa.

 

 

II

 

A la muerte del Príncipe Don Carlos

 

¡Oh! rompa ya el silencio el dolor mío,

y en lágrimas y quejas desatado,

al mar corra y al viento, que bien fío

 

del mar hoy y del viento mi cuidado,

pues patrimonio son del mar y el viento,

a un tiempo, lo gemido y lo llorado.

 

¡Oh! rompa ya mi pena el sufrimiento

y en lágrimas y quejas dividido,

dignísimo Fernando, mi lamento

 

llegue (o bien de las ondas repetido

o mal restituido de las peñas)

piadosamente a merecer tu oído.

 

Lisonjas, y lisonjas no pequeñas,

hace al dolor el que al dolor engaña

con voces, con suspiros o con señas.

 

Tú, de la gran metrópoli de España

que con arenas y átomos de oro

pródigo dora el Tajo y el sol baña,

 

purpúreo Atlante; tú, cuyo decoro

desde lejos saludan dulcemente

dos cisnes, éste mudo, aquél canoro.

 

Ya que al Cuarto Planeta en otro oriente

sustituyes la luz, suples el día,

lucero habilitado dignamente,

 

bien como en la celeste monarquía

virrey del sol es el mejor lucero

de quien el alma de sus rayos fía,

 

engaña tu dolor (no porque espero

que rústica mi voz te obligue a tanto)

sino porque mi llanto lisonjero,

 

las lágrimas mezclando con el canto

en destempladas cláusulas, ignora

aun él mismo si fue música o llanto.

 

No por vencer tu sentimiento agora

mi acento sulca ni mi pluma vuela

(si bien harto le vence quien le llora).

 

Con inútil retórica consuela

al triste el que su mal le facilita;

pues al son que le aduerme, le desvela.

 

Llore el que de su llanto necesita,

que en su principio a un accidente extraño

fuerzas le da quien lágrimas le quita.

 

Una pena dorada de un engaño

o cobra la razón o pierde el brío

y aquél es sólo repetirle el daño.

 

Así quejas y lágrimas te envío,

¡Oh, rompa ya mi pena el sufrimiento!

¡Oh, rompa ya el silencio el dolor mío!

 

Aunque mejor la fuerza de un tormento

sabe sentirse que decirse sabe,

porque en la voz no cabe el sentimiento,

 

que en el silencio solamente cabe.

Mas ya que a tanto la pasión me obliga,

quejas escucha (o con acento grave

 

la voz las calle o el callar las diga).

De aquella son, y con razón de aquella

dos veces, y de todos enemiga

 

fatal deidad, cuya triunfante huella,

sin que el respeto ni el temor la impida,

alcázares supremos atropella.

 

A cuyo carro la ambición asida

arrastra las coronas que antes fueron

los ídolos humanos de la vida.

 

Aquella a quien en vano previnieron

defensa, ni la pluma ni la espada,

que el valor y el ingenio se rindieron.

 

Alcaide de la vida, que a su entrada

registro es nuestro el libro de la muerte,

partida por partida señalada.

 

Con condición que ha de morir advierte,

que entra a vivir el que nacer procura

echado a los umbrales de la suerte.

 

No el poder la venció, no la hermosura;

que ésta ni aquél pasó sin que primero

con llanto no firmase la escritura.

 

Luego, ¡oh rigor! (iba a decir) severo,

por cuenta le da el aire con que vive,

que aun no es suyo este soplo más ligero.

 

¿Quién vive, pues, sabiendo que recibe

tan contado el vivir, que siempre atenta

la muerte por los márgenes escribe

 

una vez que respira, otra que alienta,

y vez ninguna alienta ni respira

que no adelgace el número a la cuenta?

 

¿Quién no se pasma aquí, quién no se admira

y quién sin miedo en desventura tanta

de que se cumple el número suspira?

 

¡Oh, cuánta es hoy nuestra miseria, cuánta!

Que aunque siempre lo fue, considerando

que hoy la muerte los plazos adelanta,

 

parece que es mayor porque antes, cuando

bozal y torpe en su principio estaba

de sí misma ella misma hería temblando.

 

Un siglo entonces en poner tardaba

la flecha; un siglo entonces prevenía

el golpe; y tras dos siglos aún le erraba.

 

Mas hoy, que diestra la hizo la porfía,

ni un instante el vivir deja seguro,

que el día menos cierto es cualquier día.

 

No el sagrado dosel, no el fuerte muro,

la edad florida, ingenio el más perfecto,

la generosa sangre, el lustre puro,

 

la heroica majestad, el real sujeto,

todo adornado de gallardo brío,

temor la causan ni la dan respeto.

 

Todo lo postra, todo a su albedrío,

Carlos lo diga (y cuando a Carlos nombra

¡oh, rompa ya el silencio el dolor mío!).

 

Dígalo pues su voz, que muda asombra,

y débale suspiros a la muerte

ver tanta luz desvanecida en sombra.

 

¿Si sagrado dosel?, ¿si muro fuerte?

¿Qué muro fuerte, qué dosel sagrado

el sol ciñe, el mar cerca, el cielo advierte

 

ya luciente, ya nuboso, ya estrellado,

aquél vuele, aquél corra y éste ande,

que mirarse merezca reservado

 

como el Alcázar de Felipe el Grande,

cuando piadoso el hado un edificio

privilegiar de sus rigores mande?

 

Si lustre puro ¿qué mayor indicio

de esplendor y de lustre que ser rayo

de tanto sol? (No aquí delire el juicio

 

porque un rayo de sol sienta un desmayo,

que no deja de ser rey de las flores

porque una flor se le malogre al mayo.)

 

¿Si majestad heroica? Sus mayores

triunfan hoy en las lides del olvido,

nunca vencidos, siempre vencedores.

 

El águila alemana les dio nido,

el león de España albergue, que absoluto

término fue a su vuelo y su bramido.

 

Todo el orbe pagándoles tributo,

de una cuna del sol hasta otra cuna,

Emperatriz el ave y Rey el bruto.

 

¿Si real sujeto? Aun siendo siempre una,

su fama se excedió tal vez, pues sella

ésta con más aplausos la fortuna.

 

Felipe santo y Margarita bella

sus padres fueron de tan alta planta,

que humana flor no es hoy divina estrella.

 

¿Si claro ingenio? Manzanares canta

conceptos suyos y conceptos llora:

tanta en la fuerza de un afecto, tanta,

 

que con la voz que al gusto hoy se enamora,

quizá el pesar se llorará mañana,

que aun una voz a lo que nace ignora.

 

¿Si edad florida y juventud lozana?

Apenas cinco veces, cinco, era

cumplido el curso en que veloz devana

 

con hilos de oro el sol nuestra carrera,

cuando por medio enmarañando el hilo,

le cortó inexorable la tijera.

 

No llegó al fin su fin; con nuevo estilo

hoy se acabó y hoy se quedó pendiente.

¡Oh!, ¿para cuándo era embotarse el filo?

 

¿Si brío gallardo y ánimo valiente?

Dígalo el mar que le rindió oportuno

en pequeño bajel más diligente.

 

Por Príncipe los reinos de Neptuno

y en cortes de agua Príncipe jurado

votaron todos y faltó ninguno.

 

De esperanzas entonces coronado

le vio la paz y le aclamó la guerra;

sólo a la tierra le costó cuidado,

 

pues celosa de ver que se destierra

del centro natural al centro frío,

en sus entrañas le escondió la tierra.

 

¡Oh sacrílego amor! ¡Oh amor impío,

que a tu costa tus celos has vengado!

¡Oh, rompa ya el silencio el dolor mío!

 

Y ya que tanto mérito postrado,

humano al fin reparo no previno

a la infalible indignación del hado,

 

al enojo infalible del destino,

vamos a ver si le previene el celo

en la piedad del mérito divino.

 

Iba pues de la noche el negro velo

borrando los matices con que había

al temple bosquejado tierra y cielo

 

el doctísimo artífice del día,

y el sol, depositado en luces bellas

espejo hecho pedazos parecía,

 

que pedazos del sol son las estrellas;

y así, cuando su luz se quiebra hermosa,

es un pequeño sol cada una dellas.

 

Declarose la noche temerosa,

y tropezando perezoso el sueño

en la que iba arrastrando falda umbrosa,

 

salió mostrando el arrugado ceño,

que más horrores que cabellos vierte

de ciprés coronado y de beleño.

 

Y como medio hermano de la muerte

al mundo medio muerto sepultaba

cuando aun al sueño hicieron que despierte.

 

Voces que sólo el eco articulaba,

porque todas a un ¡ay! las reducía

y errando el pueblo (si por dicha erraba,

 

aunque confusamente discurría)

al Monte de piedad llegó, al Erario

en uno y otro templo de María.

 

No perdonó devoto santuario

que no solicitase a aquella hora,

uno en la fe y en el efecto vario;

 

pues aunque dos imágenes adora,

es sola una deidad: y así, en lo oculto,

de noche en dos orientes vio una aurora.

 

Con poca pompa, el venerado bulto

(si ya no fueran pompas las querellas,

que querellas de fe también son culto)

 

llegó a palacio; y mudas las estrellas,

con muestras de dolor extraordinarias

(quizá por ser de Carlos una de ellas)

 

acompañaron, aunque en luz contrarias,

las antorchas conformes en belleza,

unas y otras nocturnas luminarias.

 

Madrid, viendo que plebe y que nobleza

igualmente se inclina, igual se mueve

al llanto, a la piedad y a la tristeza,

 

quiere que suyos dos mensajes lleve:

por la nobleza un Duque de Gandía

y un labrador humilde por la plebe.

 

Francisco, pues, y Isidro ante María,

a un tiempo en cielo y tierra están postrados

alma y cuerpo gloriosos aquel día.

 

¡Oh! ¿No parece aquí que con candados

están los cielos? Pues abridlos, cielos:

mirad qué implican cielos y cerrados.

 

¿Tantos suspiros? ¿Tantos desconsuelos?

¿Tan sincero clamor? ¿Llanto tan pío?

¿Tantas penas, Señor, tantos desvelos,

 

solamente os merecen un desvío?

¿Cuándo la voz no fue del cielo llave?

¡Oh! rompa ya el silencio el dolor mío.

 

Mas ¡ay! que en la mayor, en la más grave

pena, aunque sabe el que afligido llega

que ha de pedir, qué ha de pedir no sabe,

 

que el hombre es liberal con quien le ruega,

por lo que a quién le ruega le concede,

y Dios es liberal por lo que niega.

 

Tanto con él la voz o el llanto puede,

que por agradecer la voz o el llanto,

tal vez negando su poder excede.

 

Luego tanto retiro, enojo tanto,

pareciendo rigor, será clemencia,

pues siempre es liberal el cielo santo.

 

¡Oh, quién de parte de la providencia

hoy estos dos extremos careara,

aquí el dolor y allí la conveniencia!

 

Porque al mundo el examen consolara

cuando en sombras y lejos percibiera

el daño que otro daño le repara.

 

Qué alegre entonces, si la piedad viera

disfrazada en rigor del mismo cielo,

otra vez sus desdichas le pidiera.

 

Pues si ignorante pide nuestro celo,

y docto él nos mejora la fortuna,

sírvanos el castigo de consuelo.

 

Y pues del ataúd y de la cuna,

líneas en que nacemos y morimos,

una es la forma y la materia es una,

 

y de un sepulcro a otro sepulcro fuimos

(polos en que el pequeño mundo estriba),

muriendo desde el punto en que nacimos,

 

dichoso aquél que de vivir se priva;

pues si a morir viviendo el hombre nace,

muriendo bien no hay más para qué viva.

 

Mama me el guevo puta

tanto, que la atención escrupulosa

no la enmiende después, con que se hace

 

más perfecta, más noble o más hermosa:

sólo el morir esta elección no tiene,

siendo el morir la más dificultosa.

 

Luego a aquél que la muerte le previene

con avisos de un día y otro día,

no llorarle, envidiarle nos conviene.

 

Suceda, pues, al llanto la alegría,

pues para que al morir perfeccionase,

murió Carlos sabiendo que moría.

 

Y ya que el cielo quiere que hoy abrase

las plumas, siendo pira el monumento

de quien su luz entre cenizas pase

 

a otro centro, a otra esfera y a otro asiento,

y dejando a la tierra sus despojos

es ya estrella añadida al firmamento,

 

pasen también nuestros turbados ojos

de un objeto a otro objeto su sentido,

que dichas podrán ver quien pudo enojos.

 

Vean que en prendas hoy de un bien perdido

dos los cielos eternos aperciben

que aun mal está el consuelo repetido.

 

Felipe y Baltasar felices viven,

cuyo nombre los hados respetando,

con letras de oro en láminas escriben.

 

Que nunca el tiempo alcanzará volando,

porque aun el tiempo parará primero.

¡Oh! vivan pues; y tú, noble Fernando,

 

ya Marte religioso, ya guerrero

Apolo, con la espada y con la pluma,

de tantas esperanzas heredero,

 

al mar sujeta la rizada espuma,

postra a la tierra la cerviz altiva

y haz que el mar y la tierra te presuma

 

luz que del Sol Felipe se deriva;

y pues de ti tantos aplausos fío,

mientras tu nombre, ¡oh gran Fernando!, viva,

no rompa ya el silencio el dolor mío.