Tu Poema de Amor

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ELEGÍA SIN NOMBRE

Descalza arena y mar desnudo.

Mar desnudo, impaciente, mirándose en el cielo.

El cielo continuándose a sí mismo,

persiguiendo su azul sin encontrarlo

nunca definitivo, destilado.

 

Yo andaba por la arena demasiado ligero,

demasiado dios trémulo para mis soledades,

hijo del esperanto de todas las gargantas,

pródigo de miradas blancas, sin vuelo fijo.

 

Se hacían las gaviotas, se deshacían las nubes

y tornaban las olas a embestir a la orilla.

(Tanta batalla blanca de espumas desatadas

era para cuajar en una sola concha, sin imagen de nieve ni sal pulida y dura.)

 

El viento henchía sus velas de un vigor invisible,

danzaba olvidadizo, despedido, encontrado

y tú eras tú.

Yo aún no te había visto.

Hijo de mi presente —fresco niño de olvido—

la sangre me traía noticias de las manos.

Sabía dividir la vida de mi cuerpo como el canto en estrofas:

cabeza libre, hombros,

pecho,

muslos y piernas estrenadas.

Por dentro me iba una tristeza de lejanas, de extraviadas palomas,

de perdidas palabras más allá del silencio,

hechas de alas en polvo de mariposas

y de rosas cenizas ausentes de la noche...

Girasol en los sueños: aún no te había visto.

Imán. Clavel vivido en detenido gesto.

Tú no eras tú.

 

Yo andaba, andaba, andaba

en un andar en andas más frágil que yo mismo,

con una ingravidez transparente y dormida

suelto de mis recuerdos, con el ombligo al viento...

Mi sombra iba a mi lado sin pies para seguirme,

mi sombra se caía rota, inútil y magra;

como un pez sin espinas mi sombra iba a mi lado,

como un perro de sombras

tan pobre que ni un perro de sombras le ladraba.

 

¡Ya es mucho siempre siempre, ya es demasiado

siempre, mi lámpara de arcilla!

¡Ya es mucho parecerme a mis pálidas manos

y a mi frente clavada por un amor inmenso,

frutecido de nombres, sin identificarse

con la luz que recortan las cosas agriamente!

¡Ya es mucho unir los labios para que no se escape

y huya y se desvanezca

mi secreto de carne, mi secreto de lágrimas,

mi beso entrecortado!

 

Iba yo. Tú venías,

aunque tu cuerpo bello reposara tendido.

Tú avanzabas, amor, te empujaba el destino,

como empuja a las velas el titánico viento de hombros

estremecidos.

Te empujaban la vida, y la tierra, y la muerte

y unas manos que pueden más que nosotros mismos:

unas manos que pueden unirnos y arrancarnos

y frotar nuestros ojos con el zumo de anémonas...

 

La sal y el yodo eran; eran la sal y el alga;

eran, y nada más, yo te digo que eran

en el preciso instante de ser.

Porque antes de que el sol terminara su escena

y la noche moviera su tramoya de sombras,

te vi al fin frente a frente,

seda y acero cables nos tendió la mirada.

(Mis dedos sin moverse repasaban en sueños

tus cabellos endrinos.)

Así anduvimos luego uno al lado del otro,

y pude descubrir que era tu cuerpo alegre

una cosa que crece como una llamarada que desafía al viento,

mástil, columna, torre, en ritmo de estatura

y era la primavera inquieta de tu sangre

una música presa en tus quemadas carnes.

 

Luz de soles remotos,

perdidos en la noche morada de los siglos,

venía a acrisolarse en tus ojos oblicuos,

rasgados levemente,

con esa indiferencia que levanta las cejas.

 

Nadabas,

yo quería amarte con un pecho

parecido al del agua; que atravesaras ágil,

fugaz, sin fatigarte. Tenías y aún las tienes

las uñas ovaladas,

metal casi cristal en la garganta

que da su timbre fresco sin quebrarse.

Sé que ya la paz no es mía:

te trajeron las olas

que venían ¿de dónde? que son inquietas siempre;

que te vas ya por ellas o sobre las arenas,

que el viento te conduce

como a un árbol que crece con musicales hojas.

 

Sé que vives y alientas

con un alma distinta cada vez que respiras.

Y yo con mi alma única, invariable y segura,

con mi barbilla triste en la flor de las manos,

con un libro entreabierto sobre las piernas quietas,

te estoy queriendo más,

te estoy amando en sombras,

en una gran tristeza caída de las nubes,

en una gran tristeza de remos mutilados,

de carbón y cenizas sobre alas derrotadas...

 

Te he alimentado tanto de mi luz sin estrías

que ya no puedo más con tu belleza dentro,

que hiere mis entrañas y me rasga la carne

como anzuelo que hiere la mejilla por dentro.

Yo te doy a la vida entera del poema:

No me avergüenzo de mi gran fracaso,

que este limo oscuro de lágrimas sin preces,

naces —dalia del aire— más desnuda que el mar

más abierta que el cielo;

más eterna que ese destino que empujaba tu presencia a la mía,

mi dolor a tu gozo.

 

¿Sabes?

Me iré mañana, me perderé bogando

en un barco de sombras,

entre moradas olas y cantos marineros,

bajo un silencio cósmico, grave y fosforescente...

 

Y entre mis labios tristes se mecerá tu nombre

que no me servirá para llamarte

y lo pronuncio siempre para endulzar mi sangre,

canción inútil siempre, inútil, siempre inútil,

inútilmente siempre.

 

Los pechos de la muerte me alimentan la vida.