Tu Poema de Amor

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ESTIVAL

I

La tigre de Bengala

con su lustrosa piel manchada a trechos,

está alegre y gentil, está de gala.

Salta de los repechos

de un ribazo, al tupido

carrizal de un bambú; luego a la roca

que se yergue a la entrada de su gruta.

Allí lanza un rugido,

se agita como loca

y eriza de placer su piel hirsuta.

 

La fiera virgen ama.

Es el mes del ardor. Parece el suelo

rescoldo; y en el cielo

el sol inmensa llama.

Por el ramaje oscuro

salta huyendo el kanguro.

El boa se infla, duerme, se calienta

a la tórrida lumbre;

el pájaro se sienta

a reposar sobre la verde cumbre.

 

Siéntense vahos de horno:

y la selva indiana

en alas del bochorno,

lanza, bajo el sereno

cielo, un soplo de sí.  La tigre ufana

respira a pulmón lleno,

y al verse hermosa, altiva, soberana,

le late el corazón, se le hincha el seno.

 

Contempla su gran zarpa, en ella la uña

de marfil; luego toca,

el filo de una roca,

y prueba y lo rasguña.

Mírase luego el flanco

que azota con el rabo puntiagudo

de color negro y blanco,

y móvil y felpudo;

luego el vientre. En seguida

abre las anchas fauces, altanera

como reina que exige vasallaje;

después husmea, busca, va. La fiera

exhala algo a manera

de un suspiro salvaje.

Un rugido callado

escuchó. Con presteza

volvió la vista de uno a otro lado.

Y chispeó su ojo verde y dilatado

cuando miró de un tigre la cabeza

surgir sobre la cima de un collado.

El tigre se acercaba.

Era muy bello.

Gigantesca la talla, el pelo fino,

apretado el ijar, robusto el cuello,

era un don Juan felino

en el bosque. Anda a trancos

callados; ve a la tigre inquieta, sola,

y le muestra los blancos

dientes; y luego arbola

con donaire la cola.

Al caminar se vía

su cuerpo ondear, con garbo y bizarría.

Se miraban los músculos hinchados

debajo de la piel.  Y se diría

ser aquella alimaña

un rudo gladiador de la montaña.

Los pelos erizados

del labio relamía. Cuando andaba,

con su peso chafaba

la yerba verde y muelle,

y el ruido de su aliento semejaba

el resollar de un fuelle.

Él es, él es el rey. Cetro de oro

no, sino la ancha garra,

que se hinca recia en el testuz del toro

y las carnes desgarra.

La negra águila enorme, de pupilas

de fuego y corvo pico relumbrante,

tiene a Aquilón: las hondas y tranquilas

aguas, el gran caimán; el elefante,

la cañada y la estepa;

la víbora, los juncos por do trepa;

y su caliente nido,

del árbol suspendido,

el ave dulce y tierna

que ama la primer luz.

Él la caverna.

No envidia al león la crin, ni al potro rudo

el casco, ni al membrudo

hipopótamo el lomo corpulento,

quien bajo los ramajes de copudo

baobab, ruge al viento.

 

Así va el orgulloso, llega, halaga;

corresponde la tigre que le espera,

y con caricias las caricias paga,

en su salvaje ardor, la carnicera.

 

Después, el misterioso

tacto, las impulsivas

fuerzas que arrastran con poder pasmoso;

y, ¡oh gran Pan! el idilio monstruoso

bajo las vastas selvas primitivas.

No el de las musas de las blandas horas

suaves, expresivas,

en las rientes auroras

y las azules noches pensativas;

sino el que todo enciende, anima, exalta,

polen, savia, calor, nervio, corteza,

y en torrentes de vida brota y salta

del seno de la gran Naturaleza.

 

II

 

El príncipe de Gales va de caza

por bosques y por cerros,

con su gran servidumbre y con sus perros

de la más fina raza.

 

Acallando el  tropel  de  los  vasallos,

deteniendo traíllas  y caballos,

con la mirada inquieta,

contempla a los dos tigres, de la gruta

a la entrada. Requiere la escopeta,

y avanza, y no se inmuta.

 

Las fieras se acarician.  No han oído

tropel de cazadores.

A esos terribles seres,

embriagados de amores,

con cadenas de flores

se les hubiera uncido

a la nevada concha de Citeres

o al carro de Cupido.

 

El príncipe atrevido,

adelanta, se acerca, ya se para;

ya apunta y cierra un ojo; ya dispara;

ya del arma el estruendo

por el espeso bosque ha resonado.

El tigre sale huyendo,

y la hembra queda, el vientre desgarrado.

¡Oh, va a morir!... Pero antes, débil, yerta,

chorreando sangre por la herida abierta,

con ojo dolorido

miró a aquel cazador, lanzó un gemido

como un ¡ay! de mujer... y cayó muerta.

 

III

 

Aquel macho que huyó, bravo y zahareño

a los rayos ardientes

del sol, en su cubil después dormía.

Entonces tuvo un sueño:

que enterraba las garras y los dientes

en vientres sonrosados

y pechos de mujer; y que engullía

por postres delicados

de comidas y cenas,

como tigre goloso entre golosos,

unas cuantas docenas

de niño tiernos, rubios y sabrosos.